miércoles, 9 de marzo de 2011

CULTURA



Margarita Rosa Serje

Arquitecta de la Universidad de Los Andes;  Especialista en Geografía Social por la Universidad de Carolina del Norte; Magister y Doctorado en Antropología y Etnología por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Se ha desempeñado como profesor visitante en la Universidad de París III (Sorbonne-Nouvelle); Profesora de cátedra y Profesora Asociada de la Universidad de Los Andes.  Investigadora  asociada al Instituto Colombiano de Antropología e Historia. Ex directora del Programa Indígena Red de Solidaridad/Programa Mundial de Alimentos, Bogotá. Es autora entre otros títulos de: “Desarrollo y Conflicto: Territorios recursos y paisajes en la historia oculta de proyectos y políticas”, 2010. “El revés de la nación: territorios salvajes, fronteras y tierras de nadie”, 2005.

El mundo se convierte en sueño, el sueño en mundo

Novalis

Cultura: palabra que posee el don de la ubicuidad en la vida contemporánea.  En la sección cultural de revistas y periódicos aparecen reseñas literarias, críticas de teatro, de cine y a veces se incluye gastronomía. Tenemos un Ministerio de la Cultura que apoya la opera, los festivales de música popular, el arte moderno y los parques arqueológicos. En la Constitución, la Nación se reconoce como “multicultural” y en “La Gota Fría” se nos pregunta qué cultura va tener un “negro jumeca” nacido en los cardonales, al tiempo que en la jerga del desarrollo se habla de la “integridad étnica y cultural” de las comunidades tanto indígenas como afro-americanas. Lo que resulta curioso e intrigante en la multiplicidad de usos que tiene este término en su uso cotidiano es que conserva, de manera simultánea, todos los significados que ha tenido a lo largo de la historia. Vemos que no se aplica, en el caso de esta palabra, la metáfora arqueológica de las capas de significado que se van superponiendo, sustituyéndose unas a otras. La que resulta esclarecedora es la imagen que propone Ludwig Wittgenstein (1958: p. 18) a propósito del lenguaje en general:

… es como una ciudad muy antigua, con su laberinto de callejuelas y plazoletas, de edificios viejos y nuevos, de casas con adiciones de distintas épocas, rodeada por una multitud de barrios recientes con calles regulares y uniformes…

Así, como lo señaló Antonio Caballero en una columna de El Tiempo, la palabra cultura se usa generalmente con varios sentidos a la vez, los que a veces tienen significados irreconciliables e incluso contradictorios, y su uso casi siempre termina por resultar paradójico o por volverse un gesto vago que apenas señala generalidades.

La noción y la conciencia de que somos parte de una cultura es fundamentalmente occidental. Siguiendo la historia semántica que hace Markus (1993), el término cultura se remonta a la antigüedad romana, y se deriva en últimas del latín colere, el que a su vez tenía un amplio rango de significados y es la raíz de numerosos términos que van desde el culto hasta, no causalmente, colonialismo. Colere significaba atender, cuidar, trabajar, cultivar, particularmente en el sentido del cuidado de la tierra, de las actividades agrícolas; pero también quería decir habitar; adornar o decorar; honrar o adorar.

El término cultura, como casi todos los relativos a las actividades de cuidado y domesticación de la tierra, adquirió desde muy temprano una serie de significados de tipo metafórico. En la Edad Media se comenzó por comparar la tierra sin cultivar con el alma inculta. San Agustín en sus sermones compara la manera en que Dios cuida del alma humana con la manera en que un labrador cuida de su tierra. En el Medioevo los términos culto y cultura fueron, a partir de este símil, sinónimos. Se hablaba tanto de la Cultura Dei como de la Cultura Daemonum para referirse a la cultura como adoración.

A principios del Renacimiento se diferencian estos dos términos dándosele a la palabra Cultura un significado asociado con el cuidado y el crecimiento de las mentes, en el sentido de educarlas, distinguiéndola de la palabra culto como adoración. Hizo falta tan sólo un pequeño paso para llegar a su significado, ya no como el proceso de cultivar la mente sino como el resultado de ello: como el estado y la forma de vida de una persona de refinamiento. Para el siglo XVI se comienza a contraponer el tener cultura con el ser inculto, en el sentido de ser vulgar o poco educado. Este contraste fue utilizado, por supuesto, para legitimar la superioridad de ciertas habilidades y formas de conducta asociadas a los privilegios de los grupos con mayores recursos tanto económicos como de poder. Por medio de esta concepción de cultura se expresaban y se articulaban las nociones que definían el status y el prestigio. Esta idea sirvió entonces para naturalizar la división de la sociedad en dos clases: la cultivada o culta y la vulgar o inculta.

En el momento en que el término Cultura se usa en el sentido de refinamiento de la mente y del comportamiento para caracterizar un grupo social, se abre la puerta para transferir este significado a sociedades complejas. A partir de dos “descubrimientos” sustanciales en el Renacimiento, el de Antigüedad Clásica y el del Nuevo Mundo, Europa se pregunta cómo clasificar al “hombre salvaje” (homologando bajo esta categoría las sociedades amerindias con la infancia europea) con relación al “hombre del Renacimiento” y cómo hacer coherente la existencia, abundantemente documentada, de estas dos formas radicalmente diferentes de humanidad con la versión bíblica de la creación del “hombre” (Lenclud, 1992).

Se comienza entonces a definir como cultura la condición social general que permite a un pueblo vivir de manera organizada y ordenada, de acuerdo con el canon europeo: los logros intelectuales, así como los avances técnicos y materiales que garantizan esta forma particular de vivir. En una palabra, la vida “civilizada”. La cultura se convierte entonces en el atributo particular que marca la diferencia con aquellos que carecían de estos atributos: los pueblos bárbaros y salvajes. Se estima desde entonces que la vida y la mente cultas son posibles únicamente en el marco de un estado civil, caracterizado por su cultura, en oposición al estado natural en el que viven las naciones bárbaras. La “civilización” se asocia a las cualidades, maneras y refinamientos de la vida de la ciudad –civitas–, de la urbanidad, las que para ese entonces se fijan en el marco, o mejor, en el espectáculo de las cortes aristocráticas europeas. Esta noción surge y prevalece durante los siglos XVI y XVII, no gratuitamente con la puesta en marcha del proyecto colonial europeo.

El auge del mercantilismo, de la tecnología y de las ciencias fueron los motores de la revolución económica a través de la cual Europa consolidó este proyecto que transformó la faz de la tierra y el espíritu de la humanidad;  pues como el toque de Midas todo lo que va rozando se convierte en oro, es decir en valor de cambio. Adam Smith sintetizó esta propuesta cultural en su Estudio de La Naturaleza y las Causas de La Riqueza de las Naciones, publicada en 1776 en la que el comportamiento de los humanos se describe, como si se tratara de átomos, respondiendo a leyes supuestamente universales, en este caso las leyes de la Acumulación y de la Población, de acuerdo con las cuales el progreso (una ley “natural”), y el bienestar (también “universal”) dependen del consumo. Solo la riqueza puede garantizar el consumo necesario para la felicidad y para el estado civilizado.

Smith, retoma la idea de la Historia Natural en la que se suceden los diferentes estadios sociales los que se definen por su modo de subsistencia: primero los salvajes cazadores, después los pastores bárbaros y mas tarde los agricultores sedentarios. Desde su punto de vista, “El Hombre”, realiza así su relación fundamental con la naturaleza que es la de satisfacer sus necesidades. La justificación de la acción humana se funda en la premisa de que a través del trabajo, se puede multiplicar sin límites el valor de la naturaleza. A partir de las propuestas de Smith queda claro que es el concepto de propiedad, el que constituye la barrera infranqueable que separa la cultura del estado de naturaleza.

Para el siglo XVIII, con las ideas de la Ilustración, la dicotomía entre civilizado-culto y salvaje–natural ha dejado entonces de concebirse como un contraste absoluto y se ha dado paso a la idea de una gradación en los estadios culturales, es decir en los niveles de mejoramiento de los aspectos morales, materiales e intelectuales de las formas de vida social. Esta visión parte de la idea de que hay una naturaleza humana, un sustrato material común sobre el que la cultura produce diferentes frutos a lo largo de un devenir histórico. Se asocia de esta forma el concepto de cultura con el de progreso. Frente a la “Naturaleza”, la “Cultura” designa aquello que ha sido creado, producido y modificado por medio de la intervención racional, técnica y científica de “El Hombre”. Así, los logros y los desarrollos culturales han sido considerados desde entonces como masculinos y superiores al mundo natural de lo femenino.

Este concepto de cultura desde entonces articula y sustenta una idea particular de la historia: la idea moderna, que es una representación lineal que supone que todas las sociedades del planeta recorren de la misma manera y en el mismo sentido la ruta única de lo que ha sido el devenir social de la cultura europea. De esta manera, parafraseando a Daniel Défert, Europa llegó a verse a sí misma como un “proceso planetario” más que como una simple región del mundo. Convierte la historia de Europa en una conciencia global, en la historia universal, una historia que cuenta el recorrido de la humanidad por los distintos grados o estadios culturales, que van de lo salvaje, primitivo y natural hasta lo plenamente civilizado representado en la actualidad por la que se ha llamado a sí misma “cultura occidental moderna”.

Estas ideas de cultura y de historia logran legitimar el rol de ciertas sociedades frente al resto del mundo, y de manera perversa, logran al mismo tiempo reducir la multiplicidad de formas de vida social de los demás pueblos del planeta a ser estadios o gradaciones en el recorrido hacia la única cultura legítima, naturalizando así la superioridad de la cultura occidental moderna. Se trata de la única cultura que se ha definido  a sí misma como la cima del devenir de la humanidad y se presenta a sí misma como el patrón o el referente frente al cual deben medirse y compararse todas las demás sociedades y culturas del planeta, a las que clasifica con base en el grado en que se aproximan a sus propios logros y realizaciones. Resulta también notable su pretensión de considerarse “universal” en el sentido en que considera que sus valores y convicciones, sus formas de gobierno y de conocimiento, deben aplicarse y extenderse a la totalidad de pueblos y sociedades del planeta. Esta pretensión ha tenido por efecto principal el que sus creencias y premisas aparecen como verdades neutrales, objetivas y, sobre todo, naturales. Con base en esta convicción, la cultura occidental moderna se ha conferido a sí misma la autoridad para colonizar y civilizar; y ahora para “ayudar” al desarrollo del resto de los pueblos del planeta.

Detrás de las ideas de cultura y civilización se agazapa una noción de raza según la cual entre más oscuro sea el color de la piel de las personas, más cerca están del estado natural y primitivo. Este orden de ideas basa su autoridad en la pretensión de fundarse en hechos supuestamente biológicos o naturales. Se trata de una creencia que se concibió dentro de la tradición de pensamiento que considera que todos los aspectos de la actividad humana, desde las prácticas agrícolas hasta los sistemas políticos están determinados por factores biológicos y ambientales. Se visualiza la relación con el entorno, no como una interacción, sino como una acción de una sola vía en la que el ambiente se entiende como el factor que determina la evolución unilineal del progreso humano. De allí se concluyó que las razas nativas del trópico  son lentas y perezosas y sólo las razas de los climas templados han ascendido a altos niveles de civilización. El pensamiento determinista y evolucionista continúa dominando como explicación cuando se trata de dar cuenta de las diferencias culturales y de la diversidad social del planeta.

La antropología, el folklore y la sociología surgieron como disciplina en medio del afán por materializar uno de los postulados centrales del proyecto moderno: convertir lo salvaje, lo primitivo, lo inculto e incivilizado en objeto de la acción y la pedagogía social para facilitar de este modo su ascenso hacia el ser verdaderamente civilizado y racional. De acuerdo con la definición, clásica, del antropólogo Edward B. Tylor en 1871, la cultura “tomada en su sentido etnográfico más amplio, es aquel complejo que incluye el conocimiento, las creencias, los valores, la ley, las costumbres y todas aquellas habilidades y hábitos adquiridos por el hombre, como miembro de la sociedad”. La Cultura, al ser considerada como el producto del esfuerzo humano, se ha convertido en sinónimo de los resultados objetivos de la creatividad humana y termina por definirse en función de la aparición o no, de una serie de realidades materiales e ideales que se convierten en atributos o rasgos de cuya existencia depende su autenticidad y legitimidad.

Este es sin duda el tipo de definición de la cultura de uso más generalizado. De hecho, la Ley General de la Cultura, vigente en Colombia la define como el “conjunto de rasgos distintivos, espirituales, materiales e intelectuales que caracterizan a los grupos humanos y que comprende más allá de las artes y las letras, modos de vida, derechos humanos, sistemas de valores, tradiciones y creencias”. Es decir, un conjunto esencial de valores y atributos.

La cultura comprendida como una categoría universal, establece al mismo tiempo distancias y distinciones, creando un sentido de alteridad, una conciencia de las fisuras entre los miembros de una sociedad o de la humanidad. El entender la cultura de esta forma es posible sólo a partir de la certidumbre de un espectador que observa sin ser observado, distanciado de los seres que para su estudio se hallan súbitamente congelados en el marco de su mirada, a quien le es posible generalizar, categorizar, explicar y controlar de una manera objetiva.

De esta forma ha sido posible representar las culturas y sociedades, creando unos sujetos sociales genéricos y atemporales (los Kogui, los colonos, los árabes) a quienes se les atribuyen certezas en las que aparecen como sociedades estáticas y homogéneas definidas por límites claramente determinados. Así, las sociedades “primitivas” se categorizan indistintamente como “tribus” y terminan por considerarse como un remanente del pasado. Esta visión impide reconocerlas como contemporáneas y admitir que sus formas de vida social y material son el resultado de un devenir tan complejo como el de la sociedad industrial moderna. La cultura vista así se convierte en una gran paradoja: al tiempo que se busca reconocerla como producto histórico, al ser reducida a una serie de atributos y rasgos que le serían esenciales, termina yerta e inmóvil.

Aunque la fe en la ecuación cultural moderna (ciencia y tecnología + instituciones y modelos económicos racionales = riqueza y consumo = paz, bienestar y felicidad) ha prevalecido y enmarca hasta hoy nuestra experiencia de la vida cotidiana, no ha sido un proceso sin resistencias ni contradicciones. Estas se han expresado en la necesidad de reconocer e incorporar lo irracional a nuestra concepción del mundo. Se han revelado, por ejemplo, en la estética barroca que celebra la confusa yuxtaposición del orden y el caos, de superficie y profundidad, de transparencia y oscuridad, concertando lo que Buci-Gluckmann llamó “la locura de ver”. Incluso bajo la superficie aparentemente coherente e ilustre del siglo XVIII, se mueven todo tipo de fuerzas oscuras, irracionales, que finalmente convergen en “El Romanticismo”. Este movimiento ha representado todo un cambio en la conciencia y la sensibilidad en occidente. Los románticos proponen una visión diferente de la historia en la que cada época tiene su valor propio de la misma manera que cada pueblo (volk) tiene un “alma popular”. El romanticismo contribuyó a reforzar los sentimientos de identidad exaltando la historia popular, los mitos y los cuentos tradicionales; viendo la literatura popular como “lengua materna”, en fin, valorando la cultura como la “visión del mundo” propia de un pueblo.

Sin embargo lo romántico va mas allá, al conjugar una multiplicidad de experiencias: el retorno al emocionalismo, un interés por lo primitivo y lo  remoto  -en el tiempo y en el espacio-, un anhelo por lo infinito, lo extraño, lo exótico, lo grotesco, lo misterioso y sobrenatural, por el sentido de pertenencia a una tradición, por lo antiguo, lo histórico, y al mismo tiempo por lo novedoso, el cambio revolucionario, el presente fugaz, el deseo de vivir el momento. Constituyó una protesta pasional contra cualquier tipo de universalidad. El pensamiento romántico busca restaurar la relación “mimética”, o sea sagrada, de la humanidad con la naturaleza; trata de restituir el concepto armonioso del mundo como unidad animada, como “conciencia cósmica”. Y, como lo resume I. Berlin, es unidad y multiplicidad, es la belleza y la fealdad, el arte por el arte mismo y el arte como instrumento de salvación social, es fuerza y debilidad, individualismo y colectivismo, pureza y corrupción, revolución y reacción, paz y guerra, amor por la vida y amor por la muerte: es el intento de detonar la realidad en fragmentos, de demoler la estructura de lo dado, de decir lo indecible.

Se han gestado entonces, en occidente, como gemelos, dos modos de aprehender lo real: el modo “objetivo” de la ciencia positiva, y el modo “subjetivo” de la hermenéutica y la fenomenología. Nuestra sensibilidad se va a desarrollar a partir de la tensión entre la complejidad de estas dos “miradas”, opuestas y complementarias. Válidas, sobre todo porque son contradictorias entre sí.

Es a partir de esta tensión que las ciencias sociales comienzan a interrogar sus certezas, en particular después de la segunda mitad del siglo XX. Se sitúan desde entonces en una nueva zona de contacto: ya no desde el podio de los observadores sino desde la posición de quien es partícipe de una realidad múltiple y conflictiva, definida por relaciones de poder, donde se debaten intereses muchas veces contradictorios y donde las líneas de la vida son siempre fragmentadas. Han reconocido que las interpretaciones son siempre subjetivas y los valores son relativos. Han partido sobre todo de aceptar que la dimensión imaginaria de la existencia es tanto o más real que la dimensión material y cuantitativa, por lo que resulta imposible universalizar los valores, las necesidades, así como las concepciones de lo legítimo, lo natural y lo verdadero, considerando la realidad como un producto social, histórico. Cada sociedad, al determinar qué es lo válido, lo normal o lo aceptable, articula una propuesta sobre la naturaleza de la realidad.

En este marco, la cultura se entiende como un proceso histórico dentro del cual las sociedades se construyen a sí mismas en su interacción con otras; como formas de entender e interpretar la realidad y de organización para vivirla cotidianamente. Los hilos con los que se teje la experiencia, la memoria y la imaginación singular de cada grupo social. No puede verse como una matriz estática determinada por rasgos esenciales, por genes raciales o por la geografía, sino como un proceso histórico que articula una red continua de interacciones por medio de la cual se intercambian, se representan, se imaginan y se ponen en escena toda clase de objetos materiales, de ideas y de relaciones personales y sociales. La cultura, para ponerlo en palabras de Pierre Bourdieu (1998), es como “una inmensa máquina simbólica” a través de la cual se configura lo verdadero, lo posible, lo tolerable y se definen las condiciones, las significaciones posibles de lo real. Es el conjunto de dispositivos que hacen posible el marco de pensamiento en el que existimos.

La conciencia de que la realidad se construye socialmente es una de las más importantes transiciones en la relación entre la sociedad y su entorno simbólico, la que comenzó con la aparición del lenguaje y el arte como mediaciones con sentidos diversos entre las personas y su entorno. Nos confronta con el hecho de que vivimos una existencia social que construimos conjuntamente y que experimentamos como mundo real. Es más: reconoce que no existe un mundo simbólico único sino más bien un universo de realidades múltiples. En el mundo contemporáneo no se puede concebir la cultura como un sistema totalizante o único: “nuestra cultura” está constituida por una multiplicidad de culturas. Los grupos humanos crean diferentes clases de culturas, las que a su vez crean diferentes clases de sujetos, de seres humanos; los que a su vez crean diferentes clases de grupos sociales. Se puede afirmar con Clifford Geertz (1972) que no existe una naturaleza humana independiente de la cultura, pues lo que somos como personas, la forma en que nos imaginamos a nosotros y a los demás y la forma en que nos relacionamos con los otros hace parte de este proceso.

El entender la cultura como un proceso de construcción de realidad, inmerso en relaciones de dominación, en el que juegan los propósitos, los intereses y emociones, los que a su vez responden a las condiciones también cambiantes del contexto, implica visualizarla como dinámica, abierta, racional, fragmentaria, heterogénea, contradictoria, siempre en permanente creación por parte de sociedades que reaccionan, rechazan, resisten, que apropian y dan significado de maneras diversas a sus coyunturas, sus entornos, sus contextos. Los genes pueden tener un papel y el medio una influencia, pero sigue tratándose de una creación.

Resulta útil concebir así la cultura, pues nos permite tomar conciencia del medio simbólico en el que vivimos, reconocer que este no es un mero reflejo pasivo sino que contribuye a conformar y reproducir las prácticas materiales con las que se articula. Este reconocimiento es importante puesto que permite también, preguntarse a quiénes favorece esta creación y cómo afecta a cada quien y sobre todo nos abre la posibilidad de escoger y tomar decisiones para transformarla.

El entendimiento de la cultura como proceso de “hacer” la verdad, de “fabricar” la realidad, se conjuga con la forma en que Michel Foucault (1975, 1989) voltea la perspectiva tradicional del poder como dispositivo de represión y de control, y lo expone como lugar de producción. La disciplina no es solamente represión, es también el consentimiento y la interiorización de sus principios. El poder, entonces, más que reprimir, produce realidad; más que ideologizar, más que abstraer u ocultar, produce verdad. No hay modelo de verdad que no se constituya en un dispositivo de poder, ni saber, ni siquiera ciencia que no exprese o implique una estrategia de dominio.  Así, la guerra, parafraseando a Clausewitz, es la cultura por otros medios.

SERGE, Margarita Rosa. Cultura. En: Serje de la Ossa, Margarita; Suaza Vargas, María Cristina; Pineda Camacho, Roberto. Ed.  Palabras para desarmar: Una mirada crítica al vocabulario del reconocimiento cultural.  [Bogotá]: Ministerio de Cultura/ICANH, 2002, p. 119-130.


No hay comentarios:

Publicar un comentario